
Homilía del Viernes Santo– San Josemaría Escrivá de Balaguer
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Ser cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre —sustancia— de misión. Ya antes recordábamos que el Señor invita a todos los cristianos a que sean sal y luz del mundo; haciéndose eco de este mandato, y con textos tomados del Antiguo Testamento, San Pedro escribe unas palabras que marcan muy claramente ese cometido: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, gente santa, pueblo de conquista, para publicar las grandezas de Aquel que os sacó de las tinieblas a su luz admirable.
Ser cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios. Se aprende así que el peregrinaje del cristiano en el mundo ha de convertirse en un continuo servicio prestado de modos muy diversos, según las circunstancias personales, pero siempre por amor a Dios y al prójimo. Ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros.
Se dan, a veces, algunas actitudes, que son producto de no saber penetrar en ese misterio de Jesús. Por ejemplo, la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias.
Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres.
[…] Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios, de ese amor que llega hasta la muerte, seremos capaces de entregamos totalmente a los demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia.
Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra.
La digresión que acabo de hacer no tiene otra finalidad que poner de manifiesto una verdad central: recordar que la vida cristiana encuentra su sentido en Dios. […]
La liturgia del Viernes Santo incluye un himno maravilloso: el Crux fidelis. En ese himno se nos invita a cantar y a celebrar el glorioso combate del Señor, el trofeo de la Cruz, el preclaro triunfo de Cristo: el Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas, y ni siquiera con el poder temporal de los suyos, sino con la grandeza de su amor infinito.
No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón. Y espera de nosotros, los cristianos, que vivamos de tal manera que quienes nos traten, por encima de nuestras propias miserias, errores y deficiencias, adviertan el eco del drama de amor del Calvario. Todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios, para ser sal que sazone, luz que lleve a los hombres la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida. El cristiano es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del amor de Dios; y no será sal, si no sirve para salar; no será luz si, con su ejemplo y con su doctrina, no ofrece un testimonio de Jesús, si pierde lo que constituye la razón de ser de su vida.