
Arrepentido del pecado ¿me ofrezco yo con Cristo por los demás?
Tú, Señor, Jesús, decías al Padre: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. Y san Pablo nos repite en sus cartas: Yo os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostias vivas
Postrado a tus pies, Señor, te digo: ¿Qué quieres hoy de mí? ¿Qué te ofreceré desde mi debilidad?
Para meditarlo con sosiego y amor, déjame, Señor, que vaya desgranando ante Ti mis sentimientos siguiendo la glosa que sobre esas palabras escribió tu mensajero, san Pedro Crisólogo:
Señor, cuando Pablo dice «Os exhorto, por la misericordia de Dios«, eres Tú en realidad Dios mismo, quien nos exhorta por medio de él, y nos exhortas a ofrecer nuestro cuerpo y nuestra vida como sacrificio grato a Ti. Pero ¡oh maravilla!, nos muestras tu voluntad «exhortándonos«, como quien ruega. ¡Actitud admirable!
Eres un Dios que prefiere ser amado a ser temido, y te agrada más mostrarse como Padre que aparecer como Señor.
¡Oh maravilla! Dios, nos suplica por misericordia, para no tener que castigamos con rigor.
Escucharé, pues, atentamente y consideraré el modo como me suplica el Señor, mostrando que por nosotros Él hizo ofrenda de su cuerpo, y dijo: Mirad y contemplad en mi {Dios encarnado} vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre.
Y si ante lo que es propio de Dios teméis, no dudéis en amar al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza [el cuerpo].
Vosotros, pues, los que teméis a Dios como Señor, ¿por qué, viendo su amor y misericordia, no acudís a Él como a Padre? ¿Os turba acaso la inmensidad de mi pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, y os confunde y avergüenza?
No temáis. Mirad la cruz, dice Jesús:
Esta cruz no es mi aguijón, es aguijón para la muerte.
Estos clavos que me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros.
Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas.
Mi cuerpo, al ser extendido en la cruz, os acoge en un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio.
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano!
Tú, hombre o mujer, si quieres ofrendar tu cuerpo y hacer ofrendo de ti mismo, eres a la vez sacerdote y víctima. Ofréndate.
El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no puede matar a esa víctima.
¡Misterioso sacrificio en que el cuerpo (tú mismo) es ofrecido sin derramamiento de sangre…
¡Hombre, mujer, procura ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios! No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado con amor…»
San Pedro Crisólogo, Sermón.